Los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, oficialmente conocidos como los Juegos de la XXXII Olimpiada, tendrán lugar del 23 de julio al 8 de agosto de 2021 en Tokio, Japón.
Con seguridad puedo afirmar que en cualquier parte del mundo el tema olímpico está en boca de todos, la cuenta regresiva se prolongó todo un año y en este 2021 el tiempo hará que finalmente la cita deportiva llegue.
Pero en esta ocasión, nuestra atención no se dirige a Tokio, serán las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, a manera conmemorar y de no olvidar el dolor y la tragedia que un enemigo puede hacer a otro ser humano. Generaciones han quedado marcadas, heredando el despojo de su tranquilidad y el no saber si hoy, no aparecerán aún, más consecuencias.
En 1945 Estados Unidos y Japón llevaban cuatro años enfrentados en la Guerra del Pacífico, uno de los mayores escenarios de la Segunda Guerra Mundial. El 26 de julio de ese año el presidente de EE.UU., Harry Truman, lanzó un ultimátum contra los japoneses. Les exigía una «rendición incondicional», de lo contrario, les esperaba «una destrucción rápida y absoluta». El mensaje de Truman no mencionaba el uso de bombas nucleares.
El 16 de julio EE.UU. había ensayado con éxito la bomba Trinity, la primera arma nuclear que se detonaba en el mundo. El primer blanco elegido fue Hiroshima. La ciudad no había sido bombardeada antes, así que era un buen lugar para notar los efectos de la bomba. Además, era la sede de una base militar.
El «Enola Gay», un bombardero B-29 pilotado por el coronel Paul Tibbets, sobrevolaba Hiroshima a unos 9,5 km de altura cuando liberó la bomba Little Boy, que explotó en el aire, a unos 600 metros del suelo.
«A las 8:14 del 6 de agosto era un día soleado, a las 8:15 era un infierno», describe en un documental del canal Discovery Kathleen Sullivan, directora de Hibakusha Stories, una organización que recopila testimonios de sobrevivientes de las bombas.
El mecanismo interno de Little Boy funcionaba como una pistola: disparaba una pieza de Uranio 235 contra otra del mismo material. Al chocar, los núcleos de los átomos que las componían se fraccionaron en un proceso llamado fisión. Esa fisión de los núcleos ocurre de manera consecutiva, generando una reacción en cadena en la que se libera energía y finalmente desata la explosión.
Se cree que entre 50,000 y 100,000 personas murieron el día de la explosión. La ciudad quedó devastada en un área de 10 km2. La explosión se sintió a más de 60 km de distancia. Dos tercios de los edificios de la ciudad, unos 60,000 quedaron reducidos a escombros. El intenso calor produjo incendios que durante tres días devoraron un área de 7 kilómetros alrededor de la zona cero. Pero pese a esto, Japón no se rindió. Por esto, tres días después, el 9 de agosto, EE.UU. lanzó una segunda bomba nuclear.
Nagasaki no estaba en la lista de objetivos prioritarios, pero su topografía accidentada y la cercanía de un campo de prisioneros de guerra aliados, la convirtieron en un blanco secundario. Cabe mencionar que entre los objetivos principales estaba Kokura, una ciudad con zonas industriales y urbanas en terrenos relativamente planos. El día del ataque, sin embargo, Kokura estaba «cubierta de bruma y humo», según el reporte de los pilotos. La tripulación tenía órdenes de elegir visualmente el objetivo que maximizara el alcance explosivo de la bomba. Fue así que se desviaron a Nagasaki.
El bombardero «Bockscar», un B-29 pilotado por el mayor Charles Sweeney, dejó caer la bomba Fat Man, que explotó a 500 metros sobre el suelo, esta bomba estaba hecha de Plutonio 239, un material más fácil de conseguir y más eficiente, pero requería un mecanismo más complejo para utilizarlo. El Plutonio 239 no era puro, lo que podría causar una reacción en cadena prematura, con lo cual se perdería gran parte del potencial de la bomba. Se usó un mecanismo de implosión, para activar la bomba antes de que ocurriera esa fisión espontánea. Fat Man tenía una carga de 6 kilos de plutonio, pero se calcula que solo logró fisionarse 1 kilo, suficiente para liberar una energía equivalente a 21,000 toneladas de TNT.
La explosión fue más fuerte que la de Hiroshima, pero el terreno montañoso de Nagasaki, ubicada entre dos valles, limitó el área de destrucción. Aún así, se calcula que murieron entre 28,000 y 49,000 personas el día de este atentado. En Nagasaki la bomba destruyó un área de 7.7 km2. Cerca del 40% de la ciudad quedó en ruinas.
Escuelas, iglesias, hogares, plazas y hospitales se derrumbaron.
No existen cifras definitivas de cuántas personas murieron a causa de los bombardeos, ya sea por la explosión inmediata o en los meses siguientes debido a las heridas y los efectos de la radiación. Los cálculos más conservadores estiman que para diciembre de 1945 unas 110,000 personas habían muerto en ambas ciudades.
Otros estudios afirman que la cifra total de víctimas, a finales de ese año, pudo ser más de 210,000. Tras las bombas de Hiroshima y Nagasaki, Japón presentó su rendición.
«Hemos decidido allanar el camino para una gran paz para todas las generaciones venideras, soportando lo insoportable y sufriendo lo insufrible», dijo el emperador japonés Hirohito, dirigiéndose a sus ciudadanos.
La rendición oficial se firmó el 2 de septiembre, a bordo del USS Missouri en la Bahía de Tokio. Se ponía fin así a la Segunda Guerra Mundial.
Pero las consecuencias no pararon, en una fracción de segundo, tras la explosión de una bomba atómica, se liberan rayos gamma, neutrones y rayos X que salieron disparados a una distancia de 3 km. Estas partículas, enemigos invisibles, bombardearon todo lo que encontraron a su paso.
Los sobrevivientes de las explosiones, conocidos como hibakusha, sufrieron las devastadoras consecuencias del intenso calor y de la radiación. Con el tiempo, algunas personas desarrollaron cataratas y tumores malignos. En los 5 años posteriores a los ataques, entre los habitantes de Hiroshima y Nagasaki aumentaron drásticamente los casos de leucemia. Diez años después de los bombardeos, muchos sobrevivientes desarrollaron cáncer de tiroides, de mama y de pulmón a una tasa superior a la normal.
Además, la salud mental de los hibakusha también se vio afectada por haber presenciado un acto tan atroz, haber perdido a seres queridos y por el miedo a desarrollar enfermedades por causa de la radiación. Algunos de ellos vivieron condenados a estar confinados en un hospital. Muchos sufrieron discriminación por su aspecto físico y por la creencia de que acarreaban enfermedades. Otros vivieron con un sentimiento de culpa por no haber podido salvar a sus seres queridos.
Hoy Hiroshima y Nagasaki son importantes ciudades industriales, comerciales y de negocios. Ambas tienen plazas y museos donde se rinde homenaje a las víctimas. Los hibakushas que aún viven, rondan los 80 años.
Algunos se convirtieron en activistas en contra de la proliferación de armas nucleares y las autoridades que aún piensan en estas «armas de grueso calibre» son opciones y compartieron sus historias como una manera de recordar los horrores de la guerra.
La devastación que causaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki desataron, hasta hoy, un intenso debate sobre si fue necesario un ataque de tal envergadura sobre la población civil. Desde entonces ningún otro país se ha atrevido a usar una bomba atómica en un conflicto armado.